Personalidades del comercio en Tulyehualco
Por Stephanie Alejandra Mayén Ávila
“México Lindo y Querido”, escribió en su tiempo Chucho Monge, quien —a través de hermosas voces— retrató el alma de un país tan colorido y vibrante como lo es el nuestro.
Calles que comparten su suelo con transeúntes y vendedores ambulantes; flores dignas de celebraciones como Día de Muertos; olores inigualables como un desayuno familiar en el tianguis, degustando deliciosos tacos de barbacoa con —como lo llamamos los mexicanos— toda su pastura y llorona (cilantro y cebolla).
Ese es nuestro país, territorio de sabores, fragancias y sobre todo: personalidades. Figuras que visten con ropa holgada y lavan tu coche en los cruceros y semáforos; señoras que guardan entre sus manos la sabiduría culinaria para manejar, con toda destreza, tortillas de maíz sobre un comal. Y entre tantas eminencias, debemos su reconocimiento a los protagonistas de esta historia: los comerciantes que ofertan sus productos en las localidades.
Dentro de una nación tan diversa, no es de sorprenderse que los mercados sean todo un patrimonio cultural. El mercado es el punto de encuentro para intercambiar historias, verduras y, por supuesto, billetes. Espacio donde los compradores buscan, de manera habilidosa, el puesto que tenga la carne a un precio más accesible, la fruta menos magullada o la tienda de abarrotes que no venda productos caducados.
En esta aventura por el reconocimiento del mercader, nos encontramos con el Pueblo de Santiago Tulyehualco, también conocido como el Pueblo del Tul. Sede oficial de la Feria del Amaranto y del Olivo; o bien, el lugar preciso para consumir nieves exóticas dentro de su renombrada —y a veces televisada— Feria de la Nieve.
Santiago Tulyehualco es un poblado que se ubica en la inmensa Ciudad de México, exactamente al oriente de esta. Existe un debate actual entre la Alcaldía Xochimilco y la Alcaldía Tláhuac para nombrarlo parte de su territorio, sin duda, un pueblo codiciado. Entre sus vecinos se encuentran el pueblo de San Luis Tlaxialtemalco y también San Juan de Ixtayopan. Pero en una ciudad donde las distancias y caminos son tan relativos, podemos decir que Tulyehualco es el conecte entre Xochimilco, Tláhuac, Milpa Alta, Nativitas, y otras zonas que posiblemente hayas escuchado.
No importa si bajas desde Las Mesitas o El Olivar, si cruzas por la famosa Iglesia del Chinito o recorres en paralelo a la Secundaria 44. Si vienes desde el Panteón o el Deportivo. Todos los caminos llevan a Roma, o en este caso, al único mercado local. El bien conocido: Mercado Tulyehualco.
Un valioso establecimiento, adornado de vez en cuando, con organilleros; artesanos que venden sus alcancías o macetas de barro. Agricultores que vienen desde las entidades vecinas cargando en sus espaldas bolsas con el alimento predilecto para los mexicanos.
Algunos costales contienen hortalizas, las cuales desfilan entre las paredes de rafia, tratando de escaparse en complicidad con los tomates y algunas piezas de cebolla. Por otro lado, en los brazos de un vendedor, los elotes de maíz descansan tranquilamente sobre sus camas de epazote antes de ser exhibidos.
El Pueblo de Tulyehualco, tan característico por sus artistas y miembros importantes de la historia. Tierra del “…ay, ay, ay, ay, canta y no llores”, espacio de Quirino Mendoza y Cortés, imperdible compositor. O deportistas natos como Santamaría Saldaña, medalla de bronce en el Campeonato del Mundo de Pelota Vasca. Sin olvidar, a Esmeralda Falcón, boxeadora olímpica en representación de todos los chiquihuiteros de Tulyehualco.
Chiquihuiteros, curiosa palabra, es el nombre que por tradición le corresponde a los miembros del pueblo. Lugar donde los creadores de la historia no se reducen a deportistas, sino también a los comerciantes: a la vendedora de aguacates o el taquero de barbacoa. Al carnicero que tiene los productos más baratos, o al florista que con tanto cariño prepara los ramos para las princesas en los cuentos de los enamorados. Personajes que muchas veces no tienen rostro, nombre o reconocimiento, pero que son el pilar de las comidas en la mesa o de un rico jugo por las mañanas.
Así es como inicia la vida de los mercaderes, en la oscuridad y el inexpresivo clima, cuando el astro solar apenas abre sus ojos y aún no decide qué corbata utilizar para dar la bienvenida a una nueva aventura.
Las calles están relativamente vacías a las seis de la mañana. Los pobladores aún se encuentran en casa, posiblemente dormidos, recuperando energía del arduo trabajo semanal para disfrutar de su sábado en familia. Por otro lado, los comerciantes del mercado local se preparan con la instalación de sus negocios, levantando cortinas metálicas, barriendo el polvo y recorriendo telas que cuelgan de la estructura del techo, como si se tratase de un telón en teatro con la obra a punto de dar inicio.
El ambiente es frío, una lluvia en la madrugada ha dejado rastros de humedad y pequeños charcos que pasarán a la historia una vez que salga el sol. En la parte frontal del mercado, luchan por un espacio entre los cajones del estacionamiento, los repartidores que se levantan incluso más temprano que los comerciantes: una camioneta llena de carne de res manejada por un hombre delgado y alto, los famosos diablitos de carga recorren las instalaciones con furia en sus llantas. Decenas de bolsas con cilantro y epazote chocan con las bolsas que contienen las pechugas de pollo listas para acomodarse.
7:30 de la mañana y una mujer entra al mercado de Tulyehualco. Camina de un lado a otro, sujetando a su hijo pequeño con una mano y cargando en el brazo contrario una canasta repleta de gelatinas. Tuvo que salir de casa, quizás, a las 6:00 a.m. para
atrapar sus primeras ventas. No tiene quién le cuide a su hijo, así que el niño con ojos perdidos camina entre bostezos.
—¿Hoy no va a querer, señor?— pregunta la mujer a un carnicero que recién limpia su mesa de trabajo.
—Voy abriendo, pasa en un rato— recibe como respuesta.
Para su niño debe ser agotador levantarse abruptamente los fines de semana, sin embargo, no es la única persona con ojos cansados que busca su sustento diario. A las afueras del mercado, justo al lado del último local se encuentra una señora de edad avanzada, vestida con dos chamarras para esquivar el frío y un gorro tejido a mano.
Se le dificulta moverse. Incluso tomar asiento en su banco de madera es una acción complicada. Una joven se acerca a los pocos minutos de verla y le entrega un vaso con atole y una torta de tamal. La anciana agradece con una sonrisa, al mismo tiempo que lucha contra el viento para colocar una lona —la cual utiliza como mantel— sobre los huacales donde posa su canasta con nueces de castilla, algunos rábanos y docenas de nopales que aún tienen espinas, porque antes de quitarlas, decide desayunar.
10:00 de la mañana: el mercado se convierte en una pista de velocidad. Aquí se desplazan —entre empujones, he de recalcar— frutas, pescados y hielo para conservar alimentos. Adentrarse en el corazón del Mercado Tulyehualco significa convertirte en un observador respetuoso y partidario de tu equipo favorito, porque dentro de las paredes blancas se desempeña una carrera de relevos:
¡La Tortería Pollo Loco arranca! ¡El caballero corre a las afueras por una caja repleta de teleras! ¡Con cuidado, casi choca con un joven distraído a mitad del pasillo! ¡Se acerca al local, casi lo tiene… el joven entrega las teleras a su compañera, quien las acomoda veloz para volver a darle la caja y que su colega pueda salir corriendo por el resto de pan y verduras!
Una maravillosa participación de los deportistas, llena de pruebas físicas y resistencia, que en primera instancia ya estaba ganada por default, ya que su competencia — el puesto de tortas frente al local 39—, aún no abría los candados de su alacena para comenzar a trabajar.
Laburar en un mercado debería ser considerado deporte extremo: hombres haciendo saltos magistrales para no pisar el suelo mojado, mujeres cargando bolsas en sus espalda para aventarlas escalón arriba; señoritas, como la querida Inés, que con estatura menor al promedio, da pequeños brincos para alcanzar el aceite que su clienta le ha pedido.
Aquí no hay un ganador ni medallas de oro, sin embargo, la recompensa es el reconocimiento. La exclusividad de tener cientos de personas anhelando tu producto; robarse el primer cliente del contrincante cuando su agilidad no basta para despachar a prisa los tomates o el chile serrano. Así se desempeña el despertar del mercado, tranquilo y con poca clientela, sin embargo, las cosas cambian si el reloj marca las 3:00 p.m.
Todo parece un campo minado cuando la tarde llega en su máximo esplendor. Mujeres danzando con grandes bolsas de tela, peleando —entre bromas— con la señora Concha mientras ella despacha el tradicional mole mexicano. Clientas saludan a Juan, un hombre que ha practicado durante 15 años la conversación gastronómica con mujeres, ya que su mayor clientela son amas de casa que acuden por pechugas de pollo para empanizar o piernas para hacer un caldo con verduras.
Los padres de familia comparten recetas, risas y anécdotas, pero todo, a través de un plástico que divide el antiguo contacto físico, una de las tantas modificaciones en el mercado a causa del Covid. Guantes, gel antibacterial, nuevas piezas de acrílico se sumaron al gasto y mantenimiento de los vendedores.
Sin duda, el Mercado Tulyehualco teje maravillosas historias de vida y superación, tal es el caso de Xóchitl, quien toda su vida ha trabajado vendiendo nopales, literalmente toda su vida, puesto que heredó su lugar en el mercado gracias a sus padres. Es madre soltera, lo que la convierte en el único sustento de su familia. Su recorrido, además de exhaustivo, es violento para una madre y ama de casa: de seis a siete de la mañana se dedica a la compra de sus productos, lo hace sola, sin ninguna ayuda.
Lucha contra el tránsito, la delincuencia y las molestias matutinas para llegar a su puesto entre 8:30 y 9:00 am, donde velozmente acomoda su producto de modo que se vea atractivo para el público exigente. Una jornada pesada, ya que, al igual que muchos comerciantes, su hora de retiro oscila entre las 5:00 p.m., y la despedida del sol. Aún así, empaca sus nopalitos con mucho cuidado para hacer notar que se trata de un artículo fresco.
“Fresco”, una palabra dinámica y volátil en nuestra actualidad. Porque así como Xóchitl debe emplayar sus verduras en papel plástico, el señor Arturo se vio en la necesidad de colocar sus apetitosos tacos de barbacoa en bolsas opacas y contenedores de unicel. Una complicación a las ventas, pues en ocasiones, no hay quien reparta la comida, o, por el contrario (y aún más crítico): no hay quien compre sus productos.
—No sale ni para los gastos—, menciona Arturo tras agachar la cabeza, afirmando que sus ventas bajaron en más del 60%. Palabras que hieren la economía, las familias y la salud de los mexicanos.
Recorrer las instalaciones es una osadía que incluso parece irónica. Al entrar al mercado por la parte trasera, se vislumbra un local de mariscos con las mesas repletas de comensales, poco más y no dan abasto las 10 manos que trabajan en el local, sin embargo, la suerte no es la misma para todos, ya que caminando por las entrañas del establecimiento, de frente al altar que los comerciantes tienen en honor a la Virgen de Guadalupe, se encuentra Florentino, un señor de 70 años.
Un hombre con líneas de expresión marcadas, voz amena y perfil tranquilo, desplazando pesados cúmulos de plantas, tallos y pétalos para comenzar con sus arreglos florales vespertinos. Le hace honor a su nombre y al de su negocio “Florencia”, pese a ello, la pandemia no le rinde el mismo respeto. Florentino no sabe qué le espera cada día, quizás una venta, dos, o siendo más realistas: ninguna. Ya que tras cerrar un mes a causa de la enfermedad, su demanda bajó, haciendo que incluso sus horarios se modificaran. Todos los días abre a las 10:00 a.m., pero su hora de marchar es incierta, ¿3:00 p.m.? O ¿6:00 p.m.?
El tiempo avanza, hay quienes se turnan con familiares para atender a decenas de clientes, otras personas que son autónomos y trabajan solos. Quienes terminan sus piezas de elotes temprano y se retiran, o, por el contrario, quienes aún tienen en la cajuela de su auto varias piezas de tlacoyos y sopes por vender. El dinamismo del mercado hace que sientas la necesidad de mover los pies y correr, preferible orillarse y admirar el mundo desde una esquina que estorbar a las amas de casa en busca del ingrediente perfecto para su comida.
Los minutos vuelan veloces y el mercado está por cerrar. Son pocos los clientes que aún están dentro del establecimiento a las seis de la tarde, incluso, contados los locales que siguen con las puertas abiertas. Lastimosamente no todos acaban su mercancía, así que las cajas y los botes de plástico se desplazan de nuevo a las afueras del mercado, donde mujeres, (principalmente) hacen el último intento por irse a casa sin sus bolsas llenas y se instalan fuera del mercado, sentándose en la banqueta o las escaleras.
Cuando los compradores desamparan a los comerciantes, estos se ayudan entre ellos y compran el material que les sobró, sin embargo, no es patrón de todos los días. Hay momentos en que la vida les sonríe con clientes, y otros, en que la tempestad derriba su entusiasmo.
La luz se oculta poco a poco; una cubeta repleta con ramas de manzanilla está sintiendo el frío entre sus extremidades y los limones del huerto no tienen dueño aún. Es hora de recoger las cajas y despedirse entre colegas, bajar la rampa con diablitos y carretas. La fortaleza no se rompe, mañana será una nueva oportunidad de mantener a flote a su familia.
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*Esta crónica forma parte del libro: «Crónicas comunitarias, todas las historias cuentan» un compendio de más de 20 crónicas realizadas durante el Taller de crónica escrita y audiovisual en el marco del programa social Colectivos Culturales Comunitarios de la CDMX 2021 de la Secretaría de Cultura de la CDMX*